El Espejo
En la
casa de mi tía hay un espejo manchado.
-¿Por qué
ese espejo está manchado? Le pregunte
Ella me
dijo:- que era muy antiguo.
-¿Y por qué no lo cambias por un espejo nuevo?
Le volví a preguntar pregunté.
-Porque le
pertenecía a mis tatarabuelos. Tiene mucha historia, No podría deshacerme de
él. Me respondió
Comencé a
mirarlo más detenidamente.
-No te mires mucho en ese espejo. dijo la tía.
- Tu abuelo nos tenía prohibido mirarlo.
-¿Por qué? Pregunté con curiosidad.
-No
conozco el porqué pero tu abuelo nos dijo que por culpa del espejo nunca monto
un caballo. Y a él le encantaban los caballos.
Decidí no
hacerle caso y continuar investigando. Me miré. Hice muecas. Saqué la lengua. El
espejo devolvía una imagen deformada. Volví a mirarme. Yo no parecía tener diez
años, sino más de dieciséis. Era mucho más alto. Mi cara era más delgada, mi pelo
estaba más largo y hasta vestía de otra manera. Dije: -“Hola” y el sonido que me devolvió fue
grave y profundo. No era mi voz actual. Recordé inmediatamente la charla con Juan,
mi amigo, cuando nuestros padres no nos dieron permiso para salir. Los dos nos
dijimos:
-“ Cómo
nos gustaría ser grandes para poder ir solos al cine”. ¿Sería este un espejo
mágico?
Le conté a Juan y él, a quien le gustaba todo lo que estaba
rodeado de misterio, me pidió ir a verlo. Nos paramos como estúpidos, acercando
nuestras narices contra el vidrio, hasta empañarlo con nuestro aliento. Al
alejarnos, el espejo nos devolvió una imagen nuevamente deformada. Yo estaba
igual que ayer, pero vestido diferente y Juan era más alto que yo. Tenía el
cabello teñido con un mechón verde y usaba una campera negra de jean. Nos
reímos mientras observábamos nuestro aspecto desaliñado. “¡Habla!”, le dije a
Juan. El preguntó: -¿Cuantos años tengo? El espejo devolvió la misma pregunta
con una voz áspera y ronca. Juan se quedó mudo por el asombro. De pronto,
apareció mi tía y nos mandó cada uno a su casa: -¡Basta de perder el tiempo con
eso. Tengo que salir y ya es hora de que preparen las tareas para el colegio!
Al otro
día solo estuvimos pensando en el espejo. obiamente tenía propiedades mágicas. La
duda de Juan era conocer la edad que teníamos en la imagen representada y
quería volver a la casa de mi tía a toda costa. Ella trabajaba todos los días y
yo iba de visita de vez en cuando.
A la
semana siguiente, ya Juan había ideado algo. Mi tía se extrañó de vernos otra
vez a los dos. Nos apuramos a tomar la leche y nos sentamos juntos frente al
espejo. Hicimos el mismo ritual de acercar nuestras narices, para luego
alejarnos a cierta distancia. Esta vez estábamos vestidos con otra ropa. Juan
dijo: ¨tengo diez…años¨ y el espejo respondió “Tengo diecisiete años”. Nos
miramos asombrados y contentos. Habíamos logrado conocer la edad representada en
el espejo.
Mientras
caminábamos por la vereda, nos preguntábamos qué nos gustaría hacer cuando
tuviéramos esa edad. Juan era fanático de los aviones, y tirarse en paracaídas
era su sueño. Yo pensaba que a esa edad tal vez mi papá me prestaría el auto y
no bien llegó del trabajo le pregunté:
-¿Papá cuando yo tenga diecisiete años, vos me
vas a prestar el auto?
Mi papá me dijo que sí. -Si sacas el registro
a esa edad, te lo presto.
Pero
ahora falta mucho para eso.-! Mira la pregunta que me haces!
Las
clases terminaron, nos fuimos de vacaciones y pasamos el verano despreocupados,
disfrutando de la arena y del mar. Cuando nos reencontramos nuevamente en el
colegio, enseguida planificamos una visita a la casa de la tía.
-¡Otra
vez los dos! ¿Vienen a verme a mí o al espejo? Preguntó.
Los dos
corrimos hacia el espejo e iniciamos nuestro ritual. Al alejarnos el espejo
devolvió una imagen que nos heló la sangre. Juan estaba en una cama de
hospital, con una venda manchada de sangre en la cabeza y los ojos cerrados. Le
salían cables y tubos en todas direcciones. Un aparato le sostenía una pierna
en lo alto. Parecía un accidentado. Salimos corriendo cada uno para su casa
pensando en qué podría haber pasado.
Recién
pudimos volver en dos semanas. No nos importaba el bizcochuelo que mi tía había
preparado ni la leche. Solo queríamos mirar el espejo. Esta vez no pudimos
vernos juntos. -¿Qué habría sucedido? Decidimos enfrentarlo de a uno por vez.
Primero se fue Juan. Tenía los ojos abiertos pero parecía perdido. Seguía en la
cama de hospital, pero sin tantos cables. Por lo visto había mejorado. Luego
yo. Mi imagen era triste: con los ojos vidriosos y enrojecidos. Estaba vestido
con saco y corbata como si hubiera perdido los beneficios de la adolescencia
para asumir responsabilidades de la adultez. Me levanté, confundido y nos
fuimos imaginando mil historias posibles.
Pensamos
que ese espejo en lugar de ser mágico era maldito. ¿Qué sentido tenía querer
saber cómo seríamos a los diecisiete años? Nada nos aseguraba que ese espejo nos
reflejara el futuro real. Todas esas imágenes podrían ser engañosas. Pero por
las dudas le hice prometer a Juan que jamás se tiraría de un paracaídas.